Comparar la situación actual con el chasquido de Thanos es frívolo e infantil, pero esto es Mundo Alocado y en algún momento iba a tener que hacerlo. Llamadlo fanservice si queréis y estará bien dicho porque mi cabecita llena de superhéroes, cacharreo y cultura pop trotona, no puede evitar pensarlo. Tengo Avengers: Endgame muy presente estos días no sólo porque se estrenara justo hace un año sino por todas las similitudes con la situación actual. Ya no es unicamente que un evento catastrófico haya sumido a toda la humanidad en el caos y la desesperación; es cómo habla de la pérdida, de la superación del trauma colectivo y cómo sobreponernos a ello.
La primera mitad del metraje bien podría ser una introducción al mundo que nos vamos a encontrar post Covid-19 pero parece ser que lo único que ha permeado en el imaginario popular es su (muy satisfactoria, pero vacía) segunda mitad, cargada de ruido, fanfarría y ajustes de cuentas de todo tipo. Porque del mensaje de la propia película (y practicamente de todo el MCU hasta la fecha), mejor ni hablar ahora mismo. Aquello de que sólo cuando dejemos nuestras diferencias de lado y estemos unidos podremos plantar cara a adversidades mas grandes que la vida... no parece estilarse mucho estos días.
La primera mitad del metraje bien podría ser una introducción al mundo que nos vamos a encontrar post Covid-19 pero parece ser que lo único que ha permeado en el imaginario popular es su (muy satisfactoria, pero vacía) segunda mitad, cargada de ruido, fanfarría y ajustes de cuentas de todo tipo. Porque del mensaje de la propia película (y practicamente de todo el MCU hasta la fecha), mejor ni hablar ahora mismo. Aquello de que sólo cuando dejemos nuestras diferencias de lado y estemos unidos podremos plantar cara a adversidades mas grandes que la vida... no parece estilarse mucho estos días.
Pienso mucho en ese mundo post Covid-19 (la nueva normalidad o como queráis llamarlo) y en sus consecuencias, a lo que vamos a tener que enfrentarnos y a lo que habremos perdido en el camino. Y eso que no se me va a ocurrir mencionar a los muertos en este blog de tres al cuarto, porque creo que es un tema que le viene muy grande y porque merecen el mínimo de respeto que todos los buitres y miserables que están sacando tajada de la desgracia no les conceden.
Lo que me viene comiendo la cabeza esta semana es el deterioro del tejido de la realidad en su vertiente mas local: cuanto va a quedar de mi cotidianeidad cuando pase esto. No es un pensamiento que me haya venido de golpe y porrazo justo ahora, digamos que empezó a germinar hace unas semanas cuando uno de mis locales favoritos anunció su cierre definitivo. Me sorprendió mucho el comunicado porque la mayoría de negocios, aunque la situación y el futuro se prevean terribles, proyectan cierta esperanza al futuro, a celebrar el reencuentro cuando llegue esa nueva normalidad. Pero este no era el caso y la noticia me sentó como un puñetazo en el estómago.
Pensar que no será ni el primer ni el último negocio local que va a echar el cierre me supera. Tengo bastante vinculación (incluso emocional) con muchas tiendas de mi ciudad y el goteo de cierres que viene ocurriendo desde la crisis del 2008 me entristece y cabrea mucho, me hace pensar en el tipo de sociedad de mierda que hemos creado que prefiere ahorrar una miseria a tener un comercio local sostenible, que de oportunidades de trabajo y alegría a las calles.
Mi barrio en concreto ya lleva bastantes años con la salud de sus tiendas y comercio muy tocada y todo parece indicar que esto va a ser el último clavo en el ataud. Cada vez que desaparece un local pienso que deja una "cicatriz" porque lo mas habitual es que tras el cierre nunca vuelva a abrir de nuevo y la estampa que deja, de oscuridad y abandono, es lo que va a permanecer a pie de calle por los siglos de los siglos. En estos últimos años han sido muy pocas las excepciones de locales que han vuelto a la vida y casi siempre ha sido peor el remedio que la enfermedad porque los únicos negocios que germinan son las casas de apuestas.
En todo esto pienso ahora que puedo dar esos paseos de un kilometro a la redonda del bunker, con mi hija de la mano, las gafas empañadas por la mascarilla y todos los bajos comerciales en un estado comatoso del que seguramente no salgan. Un mundo lleno de cicatrices.
Lo que me viene comiendo la cabeza esta semana es el deterioro del tejido de la realidad en su vertiente mas local: cuanto va a quedar de mi cotidianeidad cuando pase esto. No es un pensamiento que me haya venido de golpe y porrazo justo ahora, digamos que empezó a germinar hace unas semanas cuando uno de mis locales favoritos anunció su cierre definitivo. Me sorprendió mucho el comunicado porque la mayoría de negocios, aunque la situación y el futuro se prevean terribles, proyectan cierta esperanza al futuro, a celebrar el reencuentro cuando llegue esa nueva normalidad. Pero este no era el caso y la noticia me sentó como un puñetazo en el estómago.
Pensar que no será ni el primer ni el último negocio local que va a echar el cierre me supera. Tengo bastante vinculación (incluso emocional) con muchas tiendas de mi ciudad y el goteo de cierres que viene ocurriendo desde la crisis del 2008 me entristece y cabrea mucho, me hace pensar en el tipo de sociedad de mierda que hemos creado que prefiere ahorrar una miseria a tener un comercio local sostenible, que de oportunidades de trabajo y alegría a las calles.
Mi barrio en concreto ya lleva bastantes años con la salud de sus tiendas y comercio muy tocada y todo parece indicar que esto va a ser el último clavo en el ataud. Cada vez que desaparece un local pienso que deja una "cicatriz" porque lo mas habitual es que tras el cierre nunca vuelva a abrir de nuevo y la estampa que deja, de oscuridad y abandono, es lo que va a permanecer a pie de calle por los siglos de los siglos. En estos últimos años han sido muy pocas las excepciones de locales que han vuelto a la vida y casi siempre ha sido peor el remedio que la enfermedad porque los únicos negocios que germinan son las casas de apuestas.
En todo esto pienso ahora que puedo dar esos paseos de un kilometro a la redonda del bunker, con mi hija de la mano, las gafas empañadas por la mascarilla y todos los bajos comerciales en un estado comatoso del que seguramente no salgan. Un mundo lleno de cicatrices.